Discurso pronunciado por el Libertador Simón Bolívar ante
el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su instalación.
Señor.
¡dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado
la Soberanía Nacional para que ejerza su voluntad absoluta! Yo, pues, me cuento
entre los seres más favorecidos de la Divina Providencia, ya que he tenido el
honor de reunir a los representantes del pueblo de Venezuela en este augusto
Congreso, fuente de la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y
árbitro del destino de la Nación.
Al
transmitir a los representantes del pueblo el Poder Supremo que se me había
confiado, colmo los votos de mi corazón, los de mis conciudadanos y los de
nuestras futuras generaciones, que todo lo esperan de vuestra sabiduría,
rectitud y prudencia. Cuando cumplo con este dulce deber, me liberto de la
inmensa autoridad que me agobia, como de la responsabilidad ilimitada que
pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente una necesidad forzosa, unida a la
voluntad imperiosa del pueblo, me habría sometido al terrible y peligroso cargo
de Dictador Jefe Supremo de la República. ¡Pero ya respiro devolviéndoos esta
autoridad, que con tanto riesgo, dificultad y pena he logrado mantener en medio
de las tribulaciones más horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social! No
ha sido la época de la República, que he presidido, una nueva tempestad
política, ni una guerra sangrienta, ni una anarquía popular, ha sido, sí, el
desarrollo de todos los elementos desorganizadores: ha sido la inundación de un
torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela. Un hombre ¡y un
hombre como yo! ¿qué diques podría oponer al ímpetu de estas devastaciones? En
medio de este piélago de angustias no he sido más que un vil juguete del
huracán revolucionario que me arrebataba como una débil paja. Yo no he podido
hacer ni bien ni mal; fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros
sucesos; atribuirmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no
merezco. ¿Queréis conocer los autores de los acontecimientos pasados y del
orden actual? Consultad los anales de España, de América, de Venezuela;
examinad las leyes de Indias, el régimen de los antiguos mandatarios, la
influencia de la religión y del dominio extranjero; observad los primeros actos
del gobierno republicano la ferocidad de nuestros enemigos y el carácter
nacional. No me preguntéis sobre los efectos de estos trastornos para siempre
lamentables; apenas se me puede suponer simple instrumento de los grandes
móviles que han obrado sobre Venezuela; sin embargo, mi vida, mi conducta,
todas mis acciones públicas y privadas están sujetas a la censura del pueblo.
¡Representantes! vosotros debéis juzgarlas. Yo someto la historia de mi mando a
vuestra imparcial decisión; nada añadiré para excusarla; ya he dicho cuanto
puede hacer mi apología. Si merezco vuestra aprobación, habré alcanzado el
sublime título de buen ciudadano, preferible para mí al de Libertador que me
dio Venezuela, al de Pacíficador que me dio Cundinamarca, y a los que el mundo
entero puede dar.
¡Legisladores!
Yo deposito en vuestras manos el mando supremo de Venezuela. Vuestro es ahora
el augusto deber de consagraros a la felicidad de la República: en vuestras
manos está la balanza de nuestros destinos, la medida de nuestra gloria; ellas
sellarán los decretos que fijen nuestra Libertad. En este momento el Jefe
Supremo de la República no es más que un simple ciudadano; y tal quiere quedar
hasta la muerte. Serviré sin embargo en la carrera de las armas mientras haya
enemigos en Venezuela. Multitud de beneméritos hijos tiene la patria, capaces
de dirigirla, talentos, virtudes, experiencia y cuanto se requiere para mandar
a hombres libres, son el patrimonio de muchos de los que aquí representan el
pueblo; y fuera de este soberano cuerpo se encuentran ciudadanos que en todas
épocas han demostrado valor para arrostrar los peligros, prudencia para
evitarlos y el arte, en fin, de gobernarse y de gobernar a otros. Estos
ilustres varones merecerán sin duda los sufragios del Congreso y a ellos se
encargará del gobierno, que tan cordial y sinceramente acabo de renunciar para
siempre.
La continuación de la autoridad en un
mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos
democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas
populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en
un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se
acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo
celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben
temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho
tiempo, los mande perpetuamenteYa, pues, que por este acto de mi adhesión a la
libertad de Venezuela puedo aspirar a la gloria de ser contado entre sus más
fieles amantes; permitidme, Señor, que exponga con la franqueza de un verdadero
republicano mi respetuoso dictamen en este Proyecto de Constitución que me tomo
la libertad de ofreceros en testimonio de la sinceridad y del candor de mis
sentimientos. Como se trata de la salud de todos, me atrevo a creer que tengo
derecho para ser oído por los representantes del pueblo. Yo sé muy bien que
vuestra sabiduría no ha menester de consejos, y sé también que mi Proyecto,
acaso, os parecerá erróneo, impracticable. Pero Señor, aceptad con benignidad
este trabajo, que más bien es el tributo de mi sincera sumisión al Congreso que
el efecto de una levedad presuntuosa. Por otra parte, siendo vuestras funciones
la creación de un cuerpo político y aun se podría decir la creación de una
sociedad entera, rodeada de todos los inconvenientes que presenta una
situación, la más singular y difícil, quizá el grito de un ciudadano pueda
advertir la presencia de un peligro encubierto de desconocido.
Echando una ojeada sobre lo pasado,
veremos cuál es la base de la República de Venezuela.
Al desprenderse la América de la Monarquía
Española, se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme
masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó
entonces una nación independiente conforme a su situación o a sus intereses;
pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer sus
primeras asociaciones. Nosotros ni aún conservamos los vestigios de lo que fue
en otro tiempo; no somos europeos, no somos indios, sino una especie media
entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por
derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos
de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición
de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado.
Todavía hay más; nuestra suerte ha sido siempre puramente pasiva, nuestra
existencia política ha sido siempre nula y nos hallamos en tanta más dificultad
para alcanzar la Libertad, cuanto que estábamos colocados en un grado inferior
al de la servidumbre; porque no solamente se nos había robado la Libertad, sino
también la tiranía activa y doméstica. Permítaseme explicar esta paradoja. En
el régimen absoluto, el poder autorizado no admite límites. La voluntad del
déspota es la Ley Suprema, ejecutada arbitrariamente por los subalternos que
participan de la opresión organizada en razón de la autoridad de que gozan.
Ellos están encargados de las funciones civiles, políticas, militares y
religiosas; pero al fin son persas los sátrapas de Persia, son turcos los
bajaes del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no
envía a buscar mandarines a la cuna de Gengis Kan, que la conquistó. Por el
contrario, la América todo lo recibía de España que realmente la había privado
del goce y ejercicio de la tiranía activa, no permitiéndose sus funciones en
nuestros asuntos domésticos y administración interior. Esta abnegación nos
había puesto en la imposibilidad de conocer el curso de los negocios públicos;
tampoco gozábamos de la consideración personal que inspira el brillo del poder
a los ojos de la multitud, y que es de tanta importancia en las grandes
revoluciones. Lo diré de una vez, estábamos abstraídos, ausentes del universo
en cuanto era relativo a la ciencia del Gobierno.
Uncido el pueblo americano al triple yugo
de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber,
ni poder, ni virtud. Discípulos de tan perniciosos maestros, las lecciones que
hemos recibido y los ejemplos que hemos estudiado, son los más destructores.
Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza; y por el vicio se nos
ha degradado más bien que por la superstición. La esclavitud es la hija de las
tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia
destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la
inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o
civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia
por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia.
Semejante a un robusto ciego que, instigado por el sentimiento de su fuerza,
marcha con la seguridad del hombre más perspicaz, y dando en todos los escollos
no puede rectificar sus pasos. Un pueblo pervertido si alcanza su libertad, muy
pronto vuelve a perderla; porque en vano se esforzarán en mostrarle que la
felicidad consiste en la práctica de la virtud; que el imperio de las leyes es
más poderoso que el de los tiranos, porque son más inflexibles, y todo debe
someterse a su benéfico rigor; que las buenas costumbres, y no la fuerza, son
las columnas de las leyes que el ejercicio de la justicia es el ejercicio de la
libertad. Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más ímproba cuanto que
tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error y por
incentivos nocivos. La libertad, dice Rousseau, es un alimento suculento pero
de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer
su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la
libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las
sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán
capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad?
¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin
opresión el éter puro que allí reina?
Meditad bien vuestra elección,
legisladores. No olvidéis que vais a echar los fundamentos a un pueblo naciente
que podrá elevarse a la grandeza que la naturaleza le ha señalado, si vosotros
proporcionáis su base al eminente rango que le espera. Si vuestra elección no
está presidida por el genio tutelar de Venezuela, que debe inspiraros el
acierto al escoger la naturaleza y la forma de gobierno que vais a adoptar para
la felicidad del pueblo; si no acertáis, repito, la esclavitud será el término
de nuestra transformación.
Los anales de los tiempos pasados os
presentarán millares de gobiernos. Traed a la imaginación las naciones que han
brillado sobre la tierra, y contemplaréis afligidos que casi toda la tierra ha
sido, y aún es, víctima de sus gobiernos. Observaréis muchos sistemas de
manejar hombres, mas todos para oprimirlos; y si la costumbre de mirar al
género humano conducido por pastores de pueblos, no disminuyese el horror de
tan chocante espectáculo, nos pasmaríamos al ver nuestra dócil especie pacer
sobre la superficie del globo como viles rebaños destinados a alimentar a sus
crueles conductores. La naturaleza a la verdad nos dota, al nacer, del
incentivo de la libertad; mas sea pereza, sea propensión inherente a la
humanidad, lo cierto es que ella reposa tranquila aunque ligada con las trabas
que le imponen. Al contemplarla en este estado de prostitución, parece que
tenemos razón para persuadimos que los más de los hombres tienen por verdadera
aquella humillante máxima, que más cuesta mantener el equilibrio de la libertad
que soportar el peso de la tiranía. ¡Ojalá que esta máxima contraria a la moral
de la naturaleza fuese falsa! ¡Ojalá que esta máxima no estuviese sancionada
por la indolencia de los hombres con respecto a sus derechos más sagrados!
Muchas naciones antiguas y modernas han
sacudido la opresión; pero son rarísimas las que han sabido gozar algunos
preciosos momentos de libertad; muy luego han recaído en sus antiguos vicios
políticos; porque son los pueblos más bien que los gobiernos los que arrastran
tras sí la tiranía. El hábito de la dominación los hace insensibles a los
encantos del honor y de la prosperidad nacional; y miran con indolencia la
gloria de vivir en el movimiento de la libertad, bajo la tutela de leyes
dictadas por su propia voluntad. Los fastos del universo proclaman esta
espantosa verdad.
Sólo la democracia, en mi concepto, es
susceptible de una absoluta libertad; pero, ¿cuál es el gobierno democrático
que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad, y permanencia? ¿Y no se ha
visto por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y
poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de
China? ¿Qué república ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia?
¿El Imperio Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene la Francia catorce siglos
de monarquía? ¿Quién es más grande que la Inglaterra? Estas naciones, sin
embargo, han sido o son aristocracias y monarquías.
A
pesar de tan crueles reflexiones, yo me siento arrebatado de gozo por los
grandes pasos que ha dado nuestra República al entrar en su noble carrera.
Amando lo más útil, animada de lo más justo, y aspirando a lo más perfecto al
separarse Venezuela de la nación española, ha recobrado su independencia, su
libertad, su igualdad, su soberanía nacional. Constituyéndose en una República
Democrática, proscribió la monarquía, las distinciones, la nobleza, los fueros,
los privilegios: declaró los derechos del hombre, la libertad de obrar, de
pensar, de hablar y de escribir. Estos actos eminentemente liberales jamás
serán demasiado admirados por la pureza que los ha dictado. El primer Congreso
de Venezuela ha estampado en los anales de nuestra legislación, con caracteres
indelebles, la majestad del pueblo dignamente expresada, al sellar el acto
social más capaz de formar la dicha de una nación. Necesito de recoger todas
mis fuerzas para sentir con toda la vehemencia de que soy susceptible, el
supremo bien que encierra en sí este Código inmortal de nuestros derechos y de
nuestras leyes. ¡Pero cómo osaré decirlo! ¿Me atreveré yo a profanar con mi
censura las tablas sagradas de nuestras leyes. . .? Hay sentimientos que no se
pueden contener en el pecho de un amante de la patria; ellos rebosan agitados
por su propia violencia, y a pesar del mismo que los abriga, una fuerza
imperiosa los comunica. Estoy penetrado de la idea de que el Gobierno de
Venezuela debe reformarse; y que aunque muchos ilustres ciudadanos piensen como
yo, no todos tienen el arrojo necesario para profesar públicamente la adopción
de nuevos principios. Esta consideración me insta a tomar la iniciativa en un
asunto de la mayor gravedad, y en que hay sobrada audacia en dar avisos a los
consejeros del pueblo.
Cuanto
más admiro la excelencia de la Constitución Federal de Venezuela, tanto más me
persuado de la imposibilidad de su aplicación a nuestro estado. Y según mi modo
de ver, es un prodigio que su modelo en el Norte de América subsista tan
prósperamente y no se trastorne al aspecto del primer embarazo o peligro. A
pesar de que aquel pueblo es un modelo singular de virtudes políticas y de
ilustración moral; no obstante que la libertad ha sido su cuna, se ha criado en
la libertad y se alimenta de pura libertad; lo diré todo, aunque bajo de muchos
respectos, este pueblo es único en la historia del género humano, es un
prodigio, repito, que un sistema tan débil y complicado como el federal haya
podido regirlo en circunstancias tan difíciles y delicadas como las pasadas. Pero
sea lo que fuere de este Gobierno con respecto a la Nación Americanas, debo
decir que ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y
naturaleza de los estados tan distintos como el Inglés Americano y el Americano
Español. ¿No sería muy difícil aplicar a España el código de libertad política,
civil y religiosa de la Inglaterra? Pues aún es más difícil adaptar en
Venezuela las leyes del Norte de América. ¿No dice El Espíritu de las Leyes que
éstas deben ser propias para el pueblo que se hacen? ¿que es una gran
casualidad que las de una nación puedan convenir a otra? ¿que las leyes deben
ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su
situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos; referirse al grado
de libertad que la Constitución puede sufrir, a la religión de los habitantes,
a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus
costumbres, a sus modales? ¡He aquí el Código que debíamos consultar, y no el
de Washington!
La
Constitución Venezolana sin embargo de haber tomado sus bases de la más
perfecta, si se atiende a la corrección de los principios y a los efectos
benéficos de su administración, difirió esencialmente de la Americana en un
punto cardinal, y sin duda el más importante. El Congreso de Venezuela como el
Americano participa de algunas de las atribuciones del Poder Ejecutivo.
Nosotros, además, subdividimos este Poder habiéndolo cometido a un cuerpo
colectivo sujeto por consiguiente a los inconvenientes de hacer periódica la existencia
del Gobierno, de suspenderla y disolverla siempre que se separan sus miembros.
Nuestro triunvirato carece, por decirlo así, de unidad, de continuación y de
responsabilidad individual; está privado de acción momentánea, de vida
continua, de uniformidad real, de responsabilidad inmediata, y un gobierno que
no posee cuanto constituye su moralidad, debe llamarse nulo.
Aunque
las facultades del Presidente de los Estados Unidos están limitadas con
restricciones excesivas, ejerce por sí solo todas las funciones gubernativas
que la Constitución le atribuye, y es indubitable que su administración debe
ser más uniforme, constante y verdaderamente propia que la de un poder
diseminado entre varios individuos cuyo compuesto no puede ser menos que
monstruoso.
El
Poder Judiciario en Venezuela es semejante al Americano, indefinido en
duración, temporal y no vitalicio; goza de toda la independencia que le
corresponde.
El primer Congreso en su Constitución
Federal más consultó el espíritu de las provincias, que la idea sólida de
formar una República indivisible y central. Aquí cedieron nuestros legisladores
al empeño inconsiderado de aquellos provinciales seducidos por el deslumbrante
brillo de la felicidad del Pueblo Americano, pensando que las bendiciones de
que goza son debidas exclusivamente a la forma de gobierno y no al carácter y
costumbres de los ciudadanos. Y en efecto, el ejemplo de los Estados Unidos por
su peregrina prosperidad era demasiado lisonjero para que no fuese seguido.
¿Quién puede resistir al amor que inspira un gobierno inteligente que liga a un
mismo tiempo los derechos particulares a los derechos generales; que forma de
la voluntad común la Ley Suprema de la voluntad individual? ¿Quién puede
resistir al imperio de un gobierno bienhechor que con una mano hábil, activa y
poderosa dirige siempre, y en todas partes, todos sus resortes hacia la
perfección social, que es el fin único de las instituciones humanas?
Mas por halagüeño que parezca y sea en
efecto este magnifico sistema federativo, no era dado a los venezolanos gozarlo
repentinamente a salir de las cadenas. No estábamos preparados para tanto bien;
el bien, como el mal, da la muerte cuando es súbito y excesivo. Nuestra
Constitución Moral no tenía todavía la consistencia necesaria para recibir el
beneficio de un gobierno completamente representativo, y tan sublime cuanto que
podía ser adaptado a una República de Santos.
¡Representantes del Pueblo! Vosotros
estáis llamados para consagrar o suprimir cuanto os parezca digno de ser
conservado, reformado o desechado en nuestro pacto social. A vosotros pertenece
el corregir la obra de nuestros primeros Legisladores; yo querría decir que a
vosotros toca cubrir una parte de la belleza que contiene nuestro Código
Político; porque no todos los corazones están formados para amar a todas las
beldades; ni todos los ojos son capaces de soportar la luz celestial de la
perfección. El libro de los Apóstoles, la moral de Jesús, la obra divina que
nos ha enviado la Providencia para mejorar a los hombres, tan sublime, tan
santa, es un diluvio de fuego en Constantinopla, y el Asia entera ardería en
vivas llamas, si este libro de paz se le impusiese repentinamente por Código de
religión, de leyes y de costumbres.
Séame permitido llamar la atención del
Congreso sobre una materia que puede ser de una importancia vital. Tengamos
presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que
más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la
Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre
africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con
propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha
aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y
éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de
una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son
extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza
trae un reato de la mayor trascendencia.
Los ciudadanos de Venezuela gozan todos
por la Constitución, intérprete de la naturaleza, de una perfecta igualdad
política. Cuando esta igualdad no hubiese sido un dogma en Atenas, en Francia y
en América, deberíamos nosotros consagrarlo para corregir la diferencia que
aparentemente existe. Mi opinión es, legisladores, que el principio fundamental
de nuestro sistema depende inmediata y exclusivamente de la igualdad
establecida y practicada en Venezuela. Que los hombres nacen todos con derechos
iguales a los bienes de la sociedad, está sancionado por la pluralidad de los
sabios; como también lo está que no todos los hombres nacen igualmente aptos a
la obtención de todos los rangos; pues todos deben practicar la virtud y no
todos lo practican; todos deben ser valerosos y todos no lo son; todos deben
poseer talentos y todos no los poseen. De aquí viene la distinción efectiva que
se observa entre los individuos de la sociedad más liberalmente establecida. Si
el principio de la igualdad política es generalmente reconocido, no lo es menos
el de la desigualdad física y moral. La naturaleza hace a los hombres
desiguales, en genio, temperamento, fuerzas y caracteres. Las leyes corrigen
esta diferencia porque colocan al individuo en la sociedad para que la
educación, la industria, las artes, los servicios, las virtudes, le den una
igualdad ficticia, propiamente llamada política y social. Es una inspiración
eminentemente benéfica la reunión de todas las clases en un estado, en que la
diversidad se multiplicaba en razón de la propagación de la especie. Por este
solo paso se ha arrancado de raíz la cruel discordia. ¡Cuántos celos,
rivalidades y odios se han evitado!
Habiendo ya cumplido con la justicia, con
la humanidad, cumplamos ahora con la política, con la sociedad, allanando las
dificultades que opone un sistema tan sencillo y natural, mas tan débil que el
menor tropiezo lo trastorna, lo arruina. La diversidad de origen requiere un
pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta
sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se
disuelve con la más ligera alteración.
El sistema de gobierno más perfecto es
aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad
social y mayor suma de estabilidad política. Por las leyes que dictó el primer
Congreso tenemos derecho de esperar que la dicha sea el dote de Venezuela; y
por las vuestras, debemos lisonjearnos que la seguridad y la estabilidad
eternizarán esta dicha. A vosotros toca resolver el problema. ¿Cómo, después de
haber roto todas las trabas de nuestra antigua opresión, podemos hacer la obra
maravillosa de evitar que los restos de nuestros duros hierros no se cambien en
armas liberticidas? Las reliquias de la dominación española permanecerán largo
tiempo antes que lleguemos a anonadarlas; el contagio de despotismo ha
impregnado nuestra atmósfera, y ni el fuego de la guerra, ni el especifico de
nuestras saludables Leyes han purificado el aire que respiramos. Nuestras manos
ya están libres, y todavía nuestros corazones padecen de las dolencias de la
servidumbre. El hombre, al perder la libertad, decía Homero, pierde la mitad de
su espíritu.
Un gobierno republicano ha sido, es y debe
ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo: la división
de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la
abolición de la monarquía y de los privilegios. Necesitamos de la igualdad para
refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las opiniones
políticas y las costumbres públicas. Luego extendiendo la vista sobre el vasto
campo que nos falta por recorrer, fijamos la atención sobre los privilegios que
debemos evitar. Que la historia nos sirva de guía en esta carrera. Atenas la
primera nos da el ejemplo más brillante de una democracia absoluta, y al
instante, la misma Atenas nos ofrece el ejemplo más melancólico de la extrema
debilidad de esta especie de gobierno. El más sabio legislador de Grecia no vio
conservar su República diez años, y sufrió la humillación de reconocer la
insuficiencia de la democracia absoluta, para regir ninguna especie de
sociedad, ni aun la más culta, morígera y limitada, porque sólo brilla con
relámpagos de libertad. Reconozcamos, pues, que Solón ha desengañado al mundo y
le ha enseñado cuán difícil es dirigir por simples leyes a los hombres.
La República de Esparta que parecía una
invención quimérica, produjo más efectos reales que la obra ingeniosa de Solón.
Gloria, virtud, moral, y por consiguiente la felicidad nacional, fue el resultado
de la Legislación de Licurgo. Aunque dos reyes en un Estado son dos monstruos
para devorarlo, Esparta poco tuvo que sentir en su doble trono; en tanto que
Atenas se prometía la suerte más espléndida, con una soberanía absoluta, libre
elección de magistrados, frecuentemente renovados, Leyes suaves, sabias y
políticas. Pisistrato, usurpador y tirano, fue más saludable a Atenas que sus
leyes; y Pericles, aunque también usurpador, fue el más útil ciudadano. La
República de Tebas no tuvo más vida que la de Pelópidas y Epaminondas, porque a
veces son los hombres, no los principios, los que forman los gobiernos. Los
códigos, los sistemas, los estatutos por sabios que sean son obras muertas que
poco influyen sobre las sociedades: ¡hombres virtuosos, hombres patriotas,
hombres ilustrados constituyen las repúblicas!
La Constitución Romana es la que mayor
poder y fortuna ha producido a ningún pueblo del mundo; allí no había una
exacta distribución de los poderes. Los cónsules, el senado, el pueblo, ya eran
legisladores, ya magistrados, ya jueces; todos participaban de todos los
poderes. El Ejecutivo, compuesto de dos cónsules, padecía del mismo
inconveniente que el de Esparta. A pesar de su deformidad no sufrió la
República la desastrosa discordancia que toda previsión habría supuesto
inseparable, de una magistratura compuesta de dos individuos, igualmente
autorizados con las facultades de un monarca. Un gobierno cuya única
inclinación era la conquista, no parecía destinado a cimentar la felicidad de
su nación. Un gobierno monstruoso y puramente guerrero elevó a Roma al más alto
esplendor de virtud y de gloria; y formó de la tierra un dominio romano para
mostrar a los hombres de cuanto son capaces las virtudes políticas y cuán
indiferentes suelen ser las instituciones.
Y pasando de los tiempos antiguos a los
modernos encontraremos la Inglaterra y la Francia, llamando la atención de
todas las naciones y dándoles lecciones elocuentes de todas especies en
materias de gobierno. La Revolución de estos dos grandes pueblos, como un
radiante meteoro, ha inundado al mundo con tal profusión de luces políticas,
que ya todos los seres que piensan han aprendido cuáles son los derechos del
hombre y cuáles sus deberes; en qué consiste la excelencia de los gobiernos y
en qué consisten sus vicios. Todos saben apreciar el valor intrínseco de las
teorías especulativas de los filósofos y legisladores modernos. En fin, este
astro, en su luminosa carrera, aun ha encendido los pechos de los apáticos
españoles, que también se han lanzado en el torbellino político; han hecho sus
efímeras pruebas de libertad, han reconocido su incapacidad para vivir bajo el
dulce dominio de las leyes y han vuelto a sepultarse en sus prisiones y
hogueras inmemoriales.
Aquí es el lugar de repetiros,
legisladores, lo que os dice el elocuente Volney en la Dedicatoria de sus
Ruinas de Palmira: "A los pueblos nacientes de las Indias Castellanas, a
los Jefes generosos que lo guían a la libertad: que los errores e infortunios
del mundo antiguo enseñen la sabiduría y la felicidad al mundo nuevo". Que
no se pierdan, pues, las lecciones de la experiencia; y que las escuelas de
Grecia, de Roma, de Francia, de Inglaterra y de América nos instruyan en la
difícil ciencia de crear y conservar las naciones con leyes propias, justas,
legítimas y sobre todo útiles. No olvidando jamás que la excelencia de un
gobierno no consiste en su teoría, en su forma, ni en su mecanismo, sino en ser
apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye.
Roma y la Gran Bretaña son las naciones
que más han sobresalido entre las antiguas y modernas; ambas nacieron para
mandar y ser libres; pero ambas se constituyeron no con brillantes formas de
libertad, sino con establecimientos sólidos. Así, pues, os recomiendo,
Representantes, el estudio de la constitución Británica que es la que parece
destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan; pero por
perfecta que sea, estoy muy lejos de proponeros su imitación servil. Cuando
hablo de Gobierno Británico sólo me refiero a lo que tiene de republicanismo, y
a la verdad ¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce la
soberanía popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad
civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en la política? ¿Puede
haber más libertad en ninguna especie de república? ¿Y puede pretenderse a más
en el orden social? Yo os recomiendo esta Constitución como la más digna de
servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda
la felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza.
En nada alteraríamos nuestras leyes
fundamentales, si adoptásemos un Poder Legislativo semejante al Parlamento
Británico. Hemos dividido como los americanos la Representación Nacional en dos
Cámaras: la de Representantes y el Senado. La primera está compuesta muy
sabiamente, goza de todas las atribuciones que le corresponden y no es
susceptible de una reforma esencial, porque la Constitución le ha dado el
origen, la forma y las facultades que requiere la voluntad del pueblo para ser
legitima y competentemente representada. Si el Senado en lugar de ser efectivo
fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de nuestra
República. Este Cuerpo en las tempestades políticas pararía los rayos del
gobierno y rechazaría las olas populares. Adicto al gobierno por el justo
interés de su propia conservación, se opondría siempre a las invasiones que el
pueblo intenta contra la jurisdicción y la autoridad de sus magistrados.
Debemos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses,
y constantemente procuran asaltarlos en las manos de sus depositarios: el
individuo pugna contra la masa, y la masa contra la autoridad. Por tanto, es
preciso que en todos los gobiernos exista un cuerpo neutro que se ponga siempre
de parte del ofendido y desarme al ofensor. Este cuerpo neutro, para que pueda
ser tal, no ha de deber su origen a la elección del gobierno, ni a la del
pueblo; de modo que goce de una plenitud de independencia que ni tema, ni
espere nada de estas dos fuentes de autoridad. El Senado hereditario como parte
del pueblo, participa de sus intereses, de sus sentimientos y de su espíritu.
Por esa causa no debe presumir que un Senado hereditario se desprenda de los
intereses populares, ni olvide sus deberes legislativos. Los Senadores en Roma,
y los Lores en Londres han sido las columnas más firmes sobre las que se ha
fundado el edificio de la libertad política y civil.
De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer porque, como ha dicho un célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte; y aunque es verdad que estos senadores no saldrían del seno de las virtudes, también es verdad que saldrían del seno de una educación ilustrada. Por otra parte, los libertadores de Venezuela son acreedores a ocupar siempre un alto rango en la República que les debe su existencia. Creo que la posteridad vería con sentimiento anonadado los nombres ilustres de sus primeros bienhechores: digo más, es del interés público, es de la gratitud de Venezuela, es del honor nacional, conservar con gloria, hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados que superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa de los más heroicos sacrificios. Y si el pueblo de Venezuela no aplaude la elevación de sus bienhechores, es indigno de ser libre y no lo será jamás.
Un Senado hereditario, repito, será la
base fundamental del Poder Legislativo, y por consiguiente será la base de todo
gobierno. Igualmente servirá de contrapeso para el gobierno y para el pueblo:
será una potestad intermedia que embote los tiros que recíprocamente se lanzan
estos eternos rivales. En todas las luchas la calma de un tercero viene a ser
el órgano de la reconciliación, así el Senado de Venezuela será la traba de
este edificio delicado y harto susceptible de impresiones violentas; será el iris
que calmará las tempestades y mantendrá la armonía entre los miembros y la
cabeza de este cuerpo político.
Ningún estimulo podrá adulterar un Cuerpo
Legislativo investido de los primeros honores, dependiente de sí mismo sin
temer nada del pueblo, ni esperar nada del Gobierno; que no tiene otro objeto
que el de reprimir todo principio de mal, y propagar todo principio de bien; y
que está altamente interesado en la existencia de una sociedad en la cual
participa de sus efectos funestos o favorables. Se ha dicho con demasiada razón
que la Cámara alta de Inglaterra es preciosa para la nación porque ofrece un
baluarte a la libertad; y yo añado que el Senado de Venezuela, no sólo sería un
baluarte de libertad, sino un apoyo para eternizar la República.
El Poder Ejecutivo Británico está
revestido de toda la autoridad soberana que le pertenece; pero también está
circunvalado de una triple línea de diques, barreras y estacadas. Es Jefe del
Gobierno, pero sus Ministros y subalternos dependen más de las leyes que de su
autoridad, porque son personalmente responsables, y ni aun las mismas órdenes
de la autoridad Real los eximen de esa responsabilidad. Es Generalísimo del
Ejército y de la Marina; hace la paz y declara la guerra; pero el Parlamento es
el que decreta anualmente las sumas con que deben pagarse estas fuerzas
militares. Si los tribunales y jueces dependen de él, las leyes emanan del
Parlamento que las ha consagrado. Con el objeto de neutralizar su poder, es
inviolable y sagrada la persona del Rey; y al mismo tiempo que le dejan libre
la cabeza le ligan las manos con que debe obrar. El Soberano de la Inglaterra
tiene tres formidables rivales, su Gabinete que debe responder al pueblo y al
Parlamento; el Senado que defiende los intereses del pueblo como representante
de la nobleza de que se compone; y la Cámara de los Comunes que sirve de órgano
y de tribuna al pueblo británico. Además, como los jueces son responsables del
cumplimiento de las leyes, no se separan de ellas, y los Administradores del
Erario, siendo perseguidos no solamente por sus propias infracciones, sino aun
por las que hace el mismo Gobierno, se guardan bien de malversar los fondos
públicos. Por más que se examine la naturaleza del Poder Ejecutivo en
Inglaterra, no se puede hallar nada que no incline a juzgar que es el más
perfecto modelo, sea para un reino, sea para una aristocracia, sea para una
democracia. Aplíquese a Venezuela este Poder Ejecutivo en la persona de un
Presidente, nombrado por el pueblo o por sus representantes, y habremos dado un
gran paso hacia la felicidad nacional.
Cualquiera
que sea el ciudadano que llene estas funciones, se encontrará auxiliado por la
Constitución: autorizado para hacer bien, no podrá hacer mal, porque siempre
que se someta a las leyes, sus Ministros cooperarán con él; si por el contrario
pretende infringirlas, sus propios Ministros lo dejarán aislado en medio de la
República, y aún lo acusarán delante del Senado. Siendo los Ministros los
responsables de las transgresiones que se cometan, ellos son los que gobiernan,
porque ellos son los que las pagan. No es la menor ventaja de este sistema la
obligación en que pone a los funcionarios inmediatos al Poder Ejecutivo de
tomar la parte más interesada y activa en las deliberaciones del gobierno, y a
mirar como propio este Departamento. Puede suceder que no sea el Presidente un
hombre de grandes talentos, ni de grandes virtudes, y no obstante la carencia
de estas cualidades esenciales, el Presidente desempeñará sus deberes de un
modo satisfactorio, pues en tales casos el Ministro, haciendo todo por sí
mismo, lleva la carga del Estado.
Por
exorbitante que parezca la autoridad del Poder Ejecutivo de Inglaterra, quizás
no es excesiva en la República de Venezuela. Aquí el Congreso ha ligado las
manos y hasta la cabeza a los Magistrados. Este cuerpo deliberadamente ha
asumido una parte de las funciones ejecutivas contra la máxima de Montesquieu
que dice que un Cuerpo Representante no debe tomar ninguna resolución activa;
debe hacer leyes, y ver si se ejecutan las que hace. Nada es tan contrario a la
armonía entre los poderes, como su mezcla. Nada es tan peligroso con respecto
al pueblo como la debilidad del Ejecutivo, y si en un reino se ha juzgado
necesario concederle tantas facultades, en una república son éstas infinitamente
más indispensables.
Fijemos
nuestra atención sobre esa diferencia y hallaremos que el equilibrio de los
poderes debe distribuirse de dos modos. En las repúblicas el Ejecutivo debe ser
el más fuerte, porque todo conspira contra él; en tanto que en las monarquías
el más fuerte debe ser el Legislativo, porque todo conspira en favor del
monarca. La veneración que profesan los pueblos a la Magistratura Real es un
prestigio, que influye poderosamente a aumentar el respeto supersticioso que se
tributa a esta autoridad.
El
esplendor del Trono, de la Corona, de la Púrpura; el apoyo formidable que le
presta la nobleza; las inmensas riquezas que generaciones enteras acumulan en
una misma dinastía; la protección fraternal que recíprocamente reciben todos
los reyes, son ventajas muy considerables que militan en favor de la Autoridad
Real y la hacen casi ilimitada. Estas mismas ventajas son, por consiguiente,
las que deben confirmar la necesidad de atribuir a un Magistrado Republicano,
una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe Constitucional.
Un
Magistrado Republicano es un individuo aislado en medio de una sociedad;
encargado de contener el ímpetu del pueblo hacia la licencia, la propensión de
los jueces y administradores hacia el abuso de las leyes. Está sujeto
inmediatamente al Cuerpo Legislativo, al Senado, al pueblo: es un hombre solo
resistiendo el ataque combinado de las opiniones, de los intereses y de las
pasiones del Estado social, que como dice Carnot, no hace más que luchar
continuamente entre el deseo de dominar y el deseo de substraerse a la
dominación. Es en fin un atleta lanzado contra otra multitud de atletas.
Sólo
puede servir de correctivo a esta debilidad, el vigor bien cimentado y más bien
proporcionado a la resistencia que necesariamente le oponen al Poder Ejecutivo
el Legislativo, el Judiciario y el pueblo de una República. Si no se ponen al
alcance del Ejecutivo todos los medios que una justa atribución le señala, cae
inevitablemente en la nulidad o en su propio abuso; quiero decir, en la muerte
del gobierno, cuyos herederos son la anarquía, la usurpación y la tiranía. Se
quiere contener la autoridad ejecutiva con restricciones y trabas; nada es más
justo; pero que se advierta que los lazos que se pretenden conservar se
fortifican, sí, mas no se estrechan.
Que
se fortifique, pues, todo el sistema del gobierno, y que el equilibrio se
establezca de modo que no se pierda, y de modo que no sea su propia delicadeza
una causa de decadencia. Por lo mismo que ninguna forma de gobierno es tan
débil como la democrática, su estructura debe ser de la mayor solidez; y sus
instituciones consultarse para la estabilidad. Si no es así, contemos con que
se establece un ensayo de gobierno, y no un sistema permanente; contemos con
una sociedad díscola, tumultuaria y anárquica y no con un establecimiento
social, donde tengan su imperio la felicidad, la paz y la justicia.
No seamos presuntuosos, Legisladores;
seamos moderados en nuestras pretensiones. No es probable conseguir lo que no
ha logrado el género humano; lo que no han alcanzado las más grandes y sabias
naciones. La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos a
donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas. Echad una mirada
sobre las repúblicas antiguas, sobre las repúblicas modernas, sobre las
repúblicas nacientes; casi todas han pretendido establecerse absolutamente
democráticas y a casi todas se les han frustrado sus justas aspiraciones. Son
laudables ciertamente hombres que anhelan por instituciones legitimas y por una
perfección social; pero ¿quién ha dicho a los hombres que ya poseen toda la
sabiduría, que ya practican toda la virtud, que exigen imperiosamente la liga
del poder con la justicia? ¡Ángeles, no hombres pueden únicamente existir
libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la Potestad Soberana!
Ya disfruta el pueblo de Venezuela de los
derechos que legítima y fácilmente puede gozar; moderemos ahora el ímpetu de
las pretensiones excesivas que quizás le suscitaría la forma de un gobierno
incompetente para él. Abandonemos las formas federales que no nos convienen;
abandonemos el triunvirato del Poder Ejecutivo; y concentrándolo en un
Presidente, confiémosle la autoridad suficiente para que logre mantenerse
luchando contra los inconvenientes anexos a nuestra reciente situación, al
estado de guerra que sufrimos, y a la especie de los enemigos externos y
domésticos, contra quienes tendremos largo tiempo que combatir. Que el Poder
Legislativo se desprenda de las atribuciones que corresponden al Ejecutivo; y
adquiera no obstante nueva consistencia, nueva influencia en el equilibrio de
las autoridades. Que los tribunales sean reforzados por la estabilidad y la
independencia de los jueces; por el establecimiento de Jurados; de Códigos
civiles y criminales que no sean dictados por la antigüedad ni por reyes
conquistadores, sino por la voz de la naturaleza, por el grito de la justicia,
y por el genio de la sabiduría.
Mi deseo es que todas las partes del
gobierno y administración adquieran el grado de vigor que únicamente puede
mantener el equilibrio, no sólo entre los miembros que componen el Gobierno,
sino entre las diferentes fracciones de que se compone nuestra sociedad. Nada
importaría que los resortes de un sistema político se relajasen por su
debilidad, si esta relajación no arrastrase consigo la disolución del cuerpo
social y la ruina de los asociados. Los gritos del género humano en los campos
de batalla, o en los campos tumultuarios claman al cielo contra los
inconsiderados y ciegos legisladores, que han pensado que se pueden hacer
impunemente ensayos de quiméricas instituciones. Todos los pueblos del mundo
han pretendido la libertad; los unos por las armas, los otros por las leyes,
pasando alternativamente de la anarquía al despotismo o del despotismo a la
anarquía; muy pocos son los que se han contentado con pretensiones moderadas,
constituyéndose de un modo conforme a sus medios, a su espíritu y a sus
circunstancias.
No aspiremos a lo imposible, no sea que
por elevarnos sobre la región de la libertad, descendamos a la región de la
tiranía. De la libertad absoluta se desciende siempre al poder absoluto, y el
medio entre estos dos términos es la suprema libertad social. Teorías
abstractas son las que producen la perniciosa idea de una libertad ilimitada. Hagamos
que la fuerza pública se contenga en los límites que la razón y el interés
prescriben; que la voluntad nacional se contenga en los limites que un justo
poder le señala: que una legislación civil y criminal, análoga a nuestra actual
Constitución domine imperiosamente sobre el Poder Judiciario, y entonces habrá
un equilibrio, y no habrá el choque que embaraza la marcha del Estado, y no
habrá esa complicación que traba, en vez de ligar, la sociedad.
Para formar un gobierno estable se
requiere la base de un espíritu nacional, que tenga por objeto una inclinación
uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general y limitar la
autoridad pública. Los términos que fijan teóricamente estos dos puntos son de
una difícil asignación; pero se puede concebir que la regla que debe dirigirlos
es la restricción, y la concentración reciproca a fin de que haya la menos
frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo. Esta ciencia se
adquiere insensiblemente por la práctica y por el estudio. El progreso de la
luces es el que ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu
es la que ensancha el progreso de las luces.
El amor a la patria, el amor a las leyes,
el amor a los magistrados, son las nobles pasiones que deben absorber
exclusivamente el alma de un republicano. Los venezolanos aman la patria, pero
no aman sus leyes; porque éstas han sido nocivas y eran la fuente del mal.
Tampoco han podido amar a sus magistrados, porque eran inicuos, y los nuevos
apenas son conocidos en la carrera en que han entrado. Si no hay un respeto
sagrado por la patria, por las leyes y por las autoridades, la sociedad es una
confusión, un abismo; es un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a
cuerpo.
Para sacar de este caos nuestra naciente
República, todas nuestras facultades morales no serán bastantes si no fundimos
la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo; la
legislación en un todo, y el espíritu nacional en un todo. Unidad, unidad,
unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente,
mezclémosla para unirla; nuestra Constitución ha dividido los poderes,
enlacémoslos para unirlos; nuestras leyes son funestas reliquias de todos los
despotismos antiguos y modernos, que este edificio monstruoso se derribe, caiga
y apartando hasta sus ruinas, elevemos un templo a la justicia; y bajo los
auspicios de su santa inspiración, dictemos un Código de Leyes Venezolanas. Si
queremos consultar monumentos y modelos de Legislación, la Gran Bretaña, la
Francia, la América Septentrional los ofrecen admirables.
La educación popular debe ser el cuidado
primogénito del amor paternal del Congreso. Moral y luces son los polos de una
República, moral y luces son nuestras primeras necesidades. Tomemos de Atenas
su Areópago, y los guardianes de las costumbres y de las leyes; tomemos de Roma
sus censores y sus tribunales domésticos; y haciendo una santa alianza de estas
instituciones morales, renovemos en el mundo la idea de un pueblo que no se
contenta con ser libre y fuerte, sino que quiere ser virtuoso. Tomemos de
Esparta sus austeros establecimientos, y formando de estos tres manantiales una
fuente de virtud, demos a nuestra República una cuarta potestad cuyo dominio
sea la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas
costumbres y la moral republicana. Constituyamos este Areópago para que vele
sobre la educación de los niños, sobre la instrucción nacional; para que
purifique lo que se haya corrompido en la República; que acuse la ingratitud,
el egoísmo, la frialdad del amor a la patria, el ocio, la negligencia de los
ciudadanos; que juzgue de los principios de corrupción, de los ejemplos
perniciosos; debiendo corregir las costumbres con penas morales, como las leyes
castigan los delitos con penas aflictivas, y no solamente lo que choca contra
ellas, sino lo que las burla; no solamente lo que las ataca, sino lo que las
debilita; no solamente lo que viola la constitución, sino lo que viola el
respeto público. La jurisdicción de este tribunal verdaderamente santo, deberá
ser efectiva con respecto a la educación y a la instrucción, y de opinión
solamente en las penas y castigos. Pero sus anales, o registros donde se
consignen sus actas y deliberaciones, los principios morales y las acciones de
los ciudadanos, serán los libros de la virtud y del vicio. Libros que
consultará el pueblo para sus elecciones, los magistrados para sus resoluciones
y los jueces para sus juicios. Una institución semejante, por más que parezca
quimérica, es infinitamente más realizable que otras que algunos legisladores
antiguos y modernos han establecido con menos utilidad del género humano.
¡Legisladores! Por el proyecto de
Constitución que reverentemente someto a vuestra sabiduría, observaréis el
espíritu que lo ha dictado. Al proponeros la división de los ciudadanos en
activos y pasivos, he pretendido excitar la prosperidad nacional por las dos
más grandes palancas de la industria: el trabajo y el saber. Estimulando estos
dos poderosos resortes de la sociedad, se alcanza lo más difícil entre los
hombres: hacerlos honrados y felices. Poniendo restricciones justas y prudentes
en las asambleas primarias y electorales, ponemos el primer dique a la licencia
popular, evitando la concurrencia tumultuaria y ciega que en todos tiempos ha imprimido
el desacierto en las elecciones y ha ligado por consiguiente, el desacierto a
los Magistrados y a la marcha del Gobierno; pues este acto primordial es el
acto generativo de la libertad o de la esclavitud de un pueblo.
Aumentando
en la balanza de los poderes el peso del Congreso por el número de los
legisladores y por la naturaleza del Senado, he procurado darle una base fija a
este primer cuerpo de la nación, y revestirlo de una consideración
importantísima para el éxito de sus funciones soberanas.
Separando
con limites bien señalados la Jurisdicción Ejecutiva de la Jurisdicción
Legislativa, no me he propuesto dividir sino enlazar con los vínculos de la
armonía que nace de la independencia estas potestades supremas, cuyo choque
prolongado jamás ha dejado de aterrar a uno de los contendientes. Cuando deseo
atribuir al Ejecutivo una suma de facultades superior a la que antes gozaba, no
he deseado autorizar un déspota para que tiranice la República, sino impedir
que el despotismo deliberante no sea la causa inmediata de un circulo de
vicisitudes despóticas en que alternativamente la anarquía sea reemplazada por
la oligarquía y por la monocracia. Al pedir la estabilidad de los jueces, la
creación de jurados y un nuevo Código, he podido al Congreso la garantía de la
libertad civil, la más preciosa, la más justa, la más necesaria; en una
palabra, la única libertad, pues que sin ella las demás son nulas. He pedido la
corrección de los más lamentables abusos que sufre nuestra Judicatura, por su
origen vicioso de ese piélago de legislación española que semejante al tiempo
recoge de todas las edades y de todos los hombres, así las obras de la demencia
como las del talento, así las producciones sensatas como las extravagantes, así
los monumentos del ingenio como los del capricho. Esta Enciclopedia Judiciaria,
monstruo de diez mil cabezas, que hasta ahora ha sido el azote de los pueblos
españoles, es el suplicio más refinado que la cólera del cielo ha permitido
descargar sobre este desdichado Imperio.
Meditando
sobre el modo efectivo de regenerar el carácter y las costumbres que la tiranía
y la guerra nos han dado, he sentido la audacia de inventar un Poder Moral,
sacado del fondo de la oscura antigüedad, y de aquellas olvidadas leyes que
mantuvieron, algún tiempo, la virtud entre los griegos y romanos. Bien puede
ser tenido por un cándido delirio, mas no es imposible, y yo me lisonjeo que no
desdeñaréis enteramente un pensamiento que mejorado por la experiencia y las
luces, puede llegar a ser muy eficaz.
Horrorizado
de la divergencia que ha reinado y debe reinar entre nosotros por el espíritu
sutil que caracteriza al Gobierno Federativo, he sido arrastrado a rogaros para
que adoptéis el centralismo y la reunión de todos los Estados de Venezuela en
una República sola e indivisible. Esta medida, en mi opinión, urgente, vital,
redentora, es de tal naturaleza que sin ella el fruto de nuestra regeneración
será la muerte.
Mi
deber es, legisladores, presentaros un cuadro prolijo y fiel de mi
administración política, civil y militar, mas sería cansar demasiado vuestra
importante atención, y privaros en este momento de un tiempo tan precioso como
urgente. En consecuencia, los Secretarios de Estado darán cuenta al Congreso de
sus diferentes departamentos exhibiendo al mismo tiempo los documentos y
archivos que servirán de ilustración para tomar un exacto conocimiento del
estado real y positivo de la República.
Yo
no os hablaría de los actos más notables de mi mando, si éstos no incumbiesen a
la mayoría de los Venezolanos. Se trata, Señor, de las resoluciones más
importantes de este último periodo.
La
atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra de Venezuela, y
nuestro cielo se hallaba recargado de tempestuosas nubes, que amenazaban un
diluvio de fuego. Yo imploré la protección del Dios de la humanidad, y luego la
redención disipó las tempestades. La esclavitud rompió sus grillos, y Venezuela
se ha visto rodeada de nuevos hijos, de hijos agradecidos que han convertido
los instrumentos de su cautiverio en armas de libertad. Si, los que antes eran
esclavos ya son libres; los que antes eran enemigos de una madrastra, ya son
defensores de una patria. Encareceros la justicia, la necesidad y la
beneficencia de esta medida es superfluo cuando vosotros sabéis la historia de los
Helotas, de Espartaco y de Haití; cuando vosotros sabéis que no se puede ser
libre y esclavo a la vez, sino violando a la vez las leyes naturales, las leyes
políticas y las leyes civiles. Yo abandono a vuestra soberana decisión la
reforma o la revocación de todos mis Estatutos y Decretos; pero yo imploro la
confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y
la vida de la República.
Representaros
la historia militar de Venezuela sería recordaros la historia del heroísmo
republicano entre los antiguos; sería deciros que Venezuela ha entrado en el
gran cuadro de los sacrificios hechos sobre el altar de la libertad. Nada ha
podido llenar los nobles pechos de nuestros generosos guerreros, sino los
honores sublimes que se tributan a los bienhechores del género humano. No
combatiendo por el poder, ni por la fortuna, ni aun por la gloria, sino tan
sólo por la libertad, títulos de Libertadores de la República, son sus dignos
galardones. Yo, pues, fundando una sociedad sagrada con estos ínclitos varones,
he instituido el orden de los Libertadores de Venezuela. ¡Legisladores! a
vosotros pertenecen las facultades de conceder honores y condecoraciones,
vuestro es el deber de ejercer este acto augusto de gratitud nacional.
Hombres
que se han desprendido de todos los goces, de todos los bienes que antes
poseían, como el producto de su virtud y talentos, hombres que han
experimentado cuanto es cruel en una guerra horrorosa, padeciendo las
privaciones más dolorosas y los tormentos más acerbos; hombres tan beneméritos
de la patria, han debido llamar la atención del Gobierno. En consecuencia he
mandado recompensarlos con los bienes de la nación. Si he contraído para con el
pueblo alguna especie de mérito, pido a sus representantes oigan mi súplica como
el premio de mis débiles servicios. Que el Congreso ordene la distribución de
los bienes nacionales, conforme a la Ley que a nombre de la República he
decretado a beneficio de los militares venezolanos.
Ya
que por infinitos triunfos hemos logrado anonadar las huestes españolas,
desesperada la Corte de Madrid ha pretendido sorprender vanamente la conciencia
de los magnánimos soberanos que acaban de extirpar la usurpación y la tiranía
en Europa, y deben ser los protectores de la legitimidad y de la justicia de la
causa americana. Incapaz de alcanzar con sus armas nuestra sumisión, recurre la
España a su política insidiosa: no pudiendo vencernos, ha querido emplear sus
artes suspicaces. Fernando se ha humillado hasta confesar que ha menester de la
protección extranjera para retornarnos a su ignominioso yugo ¡a un yugo que
todo poder es nulo para imponerlo! Convencida Venezuela de poseer las fuerzas
suficientes para repeler a sus opresores, ha pronunciado por el órgano del
Gobierno, su última voluntad de combatir hasta expirar, por defender su vida
política, no sólo contra la España, sino contra todos los hombres, si todos los
hombres se hubiesen degradado tanto que abrazasen la defensa de un gobierno
devorador, cuyos únicos móviles son una espada exterminadora y las llamas de la
Inquisición. Un gobierno que ya no quiere dominios, sino desiertos; ciudades,
sino ruinas; vasallos, sino tumbas. La declaración de la República de Venezuela
es el Acta más gloriosa, más heroica, más digna de un pueblo libre; es la que
con mayor satisfacción tengo el honor de ofrecer al Congreso ya sancionada por
la expresión unánime del pueblo de Venezuela.
Desde
la segunda época de la República nuestro Ejército carecía de elementos
militares: siempre ha estado desarmado; siempre le han faltado municiones;
siempre ha estado mal equipado. Ahora lo soldados defensores de la
Independencia no solamente están armados de la justicia, sino también de la
fuerza. Nuestras tropas pueden medirse con las más selectas de Europa, ya que
no hay desigualdad en los medios destructores. Tan grandes ventajas las debemos
a la liberalidad sin limites de algunos generosos extranjeros que han visto
gemir la humanidad y sucumbir la causa de la razón, y no la han visto
tranquilos espectadores, sino que han volado con sus protectores auxilios y han
prestado a la República cuanto ella necesitaba para hacer triunfar sus
principios filantrópicos. Estos amigos de la humanidad son los genios custodios
de la América, y a ellos somos deudores de un eterno reconocimiento, como
igualmente de un cumplimiento religioso a las sagradas obligaciones que con
ellos hemos contraído. La deuda nacional, Legisladores, es el depósito de la
fe, del honor y de la gratitud de Venezuela. Respetadla como la Arca Santa, que
encierra no tanto los derechos de nuestros bienhechores, cuanto la gloria de
nuestra fidelidad. Perezcamos primero que quebrantar un empeño que ha salvado
la patria y la vida de sus hijos.
La reunión de la Nueva Granada y Venezuela
en un grande Estado ha sido el voto uniforme de los pueblos y gobiernos de
estas Repúblicas. La suerte de la guerra ha verificado este enlace tan anhelado
por todos los Colombianos; de hecho estamos incorporados. Estos pueblos
hermanos ya os han confiado sus intereses, sus derechos, sus destinos. Al
contemplar la reunión de esta inmensa comarca, mi alma se remonta a la
eminencia que exige la perspectiva colosal que ofrece un cuadro tan asombroso.
Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos
futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el
esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me
parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus
dilatadas costas, entre esos océanos que la naturaleza había separado, y que
nuestra Patria reúne con prolongados y anchurosos canales. Ya la veo servir de
lazo, de centro, de emporio a la familia humana; ya la veo enviando a todos los
recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro;
ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los
hombres dolientes del antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos
secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces a la
suma de las riquezas que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre
el trono de la libertad, empuñando el cetro de la justicia, coronada por la
gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno.
Dignaos, Legisladores, acoger con
indulgencia la profesión de mi conciencia política, los últimos votos de mi
corazón y los ruegos fervorosos que a nombre del pueblo me atrevo a dirigiros.
Dignaos conceder a Venezuela un gobierno eminentemente popular, eminentemente
justo, eminentemente moral, que encadene la opresión, la anarquía y la culpa.
Un gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y la paz. Un gobierno
que haga triunfar, bajo el imperio de leyes inexorables, la igualdad y la
libertad.
Señor, empezad vuestras funciones: yo he terminado las mías.